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Comprar Vino de Guímaro
En el escarpado relieve de la Ribeira Sacra, donde los viñedos se aferran a pendientes imposibles sobre el río Sil, emerge un nombre que ha redefinido el vino gallego desde la autenticidad y el arraigo: Guímaro. No es solo una bodega, sino el testimonio vivo de cómo una familia puede transformar la tradición en una forma de resistencia. El nombre –guímaro, que en gallego significa “rebelde” o “insumiso”– no es una elección casual. Habla de una forma de entender el vino: sin ornamentos, sin maquillaje, sin concesiones a la moda ni a la complacencia. Solo cepas viejas, laderas imposibles y una voluntad feroz de permanecer fieles a un territorio.
Pedro Rodríguez - Herencia, territorio y mirada al pasado
Pedro Rodríguez Pérez, alma mater del proyecto, pertenece a la nueva generación de viticultores gallegos que han decidido mirar hacia atrás para avanzar. Hijo y nieto de viticultores, Pedro tomó el relevo de una tradición familiar que en los años noventa parecía condenada al olvido. En una zona donde muchos arrancaban viñas o vendían la uva a cooperativas, él decidió seguir cultivando las parcelas familiares, pequeñas, escarpadas, trabajadas a mano, como si cada una fuera un jardín secreto. En lugar de industrializar, apostó por una viticultura de mínima intervención, de inspiración borgoñona en cuanto a parcelación y respeto al terroir, pero profundamente gallega en su espíritu.
Una figura clave en el desarrollo del proyecto ha sido el reconocido enólogo berciano Raúl Pérez, con quien Pedro mantiene una estrecha amistad y una colaboración fluida desde los inicios. Raúl no solo aportó una mirada externa profundamente respetuosa con el viñedo, sino que también impulsó a Guímaro a explorar nuevas formas de vinificación, reforzando la apuesta por la fermentación con raspón, las crianzas largas y la microvinificación por parcelas. Su vínculo no es sólo técnico, sino también afectivo: ambos comparten una visión radicalmente honesta del vino, alejada del artificio y centrada en la expresión pura del paisaje.
Castas autóctonas y cepas centenarias
Guímaro trabaja sobre todo con la variedad Mencía, pero no se limita a ella. Hay Godello, Treixadura, Doña Blanca, Brancellao, Caiño, Sousón … toda una constelación de castas autóctonas que Pedro y su familia han ido redescubriendo y recuperando, muchas veces en viñas centenarias que apenas producen unos cientos de kilos por año. Son variedades que no han sido seleccionadas por productividad ni facilidad de cultivo, sino por su profunda adaptación al entorno: suelos de pizarra, orientación norte-sur, altitudes entre los 300 y 500 metros, y un clima atlántico severo, donde la lluvia y la niebla son compañeras habituales.
Una estética sin artificio - El vino nace en la viña
La bodega no tiene estética postal, y eso es parte de su encanto. Aquí no hay mármol ni acero pulido, sino depósitos de acero inoxidable y algunas barricas viejas donde se vinifica sin apenas intervención. Nada de levaduras añadidas, filtrados agresivos ni maquillajes enológicos. El vino de Guímaro se hace en la viña, no en el laboratorio. La fermentación es espontánea, con raspón en muchos casos, y la crianza se adapta al carácter de cada parcela. No hay reglas fijas. Solo escucha, observación y paciencia.
Fincas que hablan - Meixeman, Capeliños y Pombeiras
Una de las claves de su filosofía es el trabajo por parcelas. Finca Meixeman, por ejemplo, es la parcela original de la familia, donde se elaboró por primera vez un vino de autor. Está orientada al sur y plantada en vaso sobre suelos de pizarra descompuesta, con cepas de más de 70 años. De ahí nace un Mencía tenso, vibrante, con una mineralidad casi eléctrica. Luego está Capeliños, una ladera aún más escarpada, casi inaccesible, donde las viñas fueron salvadas del abandono cepa por cepa. En años fríos da un vino que roza la textura de un Pinot Noir salvaje. O Pombeiras, que combina una altitud superior y suelos más pobres, lo que se traduce en taninos firmes, estructura marcada y una acidez que atraviesa el vino como un rayo.
Pura coherencia en tiempos de mercado
En los últimos años, Guímaro ha sido acogido por algunos de los distribuidores más exigentes del mundo –importadores de culto como José Pastor en EE.UU. o Neal Rosenthal en Europa–, pero el estilo no ha cambiado ni un ápice. Lejos de volverse complacientes o complacientes, Pedro y su equipo han profundizado aún más en la búsqueda de la pureza. Han comenzado incluso a embotellar vinos de parcelas experimentales que no llevan nombre comercial, solo coordenadas o referencias internas, como si fueran notas de campo compartidas con el mundo.
Sin reloj, sin prisa, con intención
Una de las anécdotas más comentadas entre los que han visitado la bodega es el hecho de que no hay reloj en el proceso. Las vendimias se deciden andando las viñas, probando las uvas, oliendo el aire. El embotellado llega cuando el vino lo pide, no cuando el mercado lo exige. Es una actitud casi anacrónica, pero profundamente coherente. Como si el tiempo en Guímaro se midiera por la luna y no por el calendario fiscal.
Vinos que no buscan impresionar, sino conmover
Guímaro ha demostrado que no hace falta ruido para hacer historia. Solo hace falta una montaña, unas cepas viejas y una familia que se niegue a dejarse domesticar. El resultado son vinos que no buscan impresionar, sino conmover. Vinos que saben de dónde vienen, y que no tienen ninguna prisa por llegar a ninguna parte. Como el río Sil, que fluye abajo en el valle, lento, silencioso y tenaz.
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Comprar Vino de Guímaro
En el escarpado relieve de la Ribeira Sacra, donde los viñedos se aferran a pendientes imposibles sobre el río Sil, emerge un nombre que ha redefinido el vino gallego desde la autenticidad y el arraigo: Guímaro. No es solo una bodega, sino el testimonio vivo de cómo una familia puede transformar la tradición en una forma de resistencia. El nombre –guímaro, que en gallego significa “rebelde” o “insumiso”– no es una elección casual. Habla de una forma de entender el vino: sin ornamentos, sin maquillaje, sin concesiones a la moda ni a la complacencia. Solo cepas viejas, laderas imposibles y una voluntad feroz de permanecer fieles a un territorio.
Pedro Rodríguez - Herencia, territorio y mirada al pasado
Pedro Rodríguez Pérez, alma mater del proyecto, pertenece a la nueva generación de viticultores gallegos que han decidido mirar hacia atrás para avanzar. Hijo y nieto de viticultores, Pedro tomó el relevo de una tradición familiar que en los años noventa parecía condenada al olvido. En una zona donde muchos arrancaban viñas o vendían la uva a cooperativas, él decidió seguir cultivando las parcelas familiares, pequeñas, escarpadas, trabajadas a mano, como si cada una fuera un jardín secreto. En lugar de industrializar, apostó por una viticultura de mínima intervención, de inspiración borgoñona en cuanto a parcelación y respeto al terroir, pero profundamente gallega en su espíritu.
Una figura clave en el desarrollo del proyecto ha sido el reconocido enólogo berciano Raúl Pérez, con quien Pedro mantiene una estrecha amistad y una colaboración fluida desde los inicios. Raúl no solo aportó una mirada externa profundamente respetuosa con el viñedo, sino que también impulsó a Guímaro a explorar nuevas formas de vinificación, reforzando la apuesta por la fermentación con raspón, las crianzas largas y la microvinificación por parcelas. Su vínculo no es sólo técnico, sino también afectivo: ambos comparten una visión radicalmente honesta del vino, alejada del artificio y centrada en la expresión pura del paisaje.
Castas autóctonas y cepas centenarias
Guímaro trabaja sobre todo con la variedad Mencía, pero no se limita a ella. Hay Godello, Treixadura, Doña Blanca, Brancellao, Caiño, Sousón … toda una constelación de castas autóctonas que Pedro y su familia han ido redescubriendo y recuperando, muchas veces en viñas centenarias que apenas producen unos cientos de kilos por año. Son variedades que no han sido seleccionadas por productividad ni facilidad de cultivo, sino por su profunda adaptación al entorno: suelos de pizarra, orientación norte-sur, altitudes entre los 300 y 500 metros, y un clima atlántico severo, donde la lluvia y la niebla son compañeras habituales.
Una estética sin artificio - El vino nace en la viña
La bodega no tiene estética postal, y eso es parte de su encanto. Aquí no hay mármol ni acero pulido, sino depósitos de acero inoxidable y algunas barricas viejas donde se vinifica sin apenas intervención. Nada de levaduras añadidas, filtrados agresivos ni maquillajes enológicos. El vino de Guímaro se hace en la viña, no en el laboratorio. La fermentación es espontánea, con raspón en muchos casos, y la crianza se adapta al carácter de cada parcela. No hay reglas fijas. Solo escucha, observación y paciencia.
Fincas que hablan - Meixeman, Capeliños y Pombeiras
Una de las claves de su filosofía es el trabajo por parcelas. Finca Meixeman, por ejemplo, es la parcela original de la familia, donde se elaboró por primera vez un vino de autor. Está orientada al sur y plantada en vaso sobre suelos de pizarra descompuesta, con cepas de más de 70 años. De ahí nace un Mencía tenso, vibrante, con una mineralidad casi eléctrica. Luego está Capeliños, una ladera aún más escarpada, casi inaccesible, donde las viñas fueron salvadas del abandono cepa por cepa. En años fríos da un vino que roza la textura de un Pinot Noir salvaje. O Pombeiras, que combina una altitud superior y suelos más pobres, lo que se traduce en taninos firmes, estructura marcada y una acidez que atraviesa el vino como un rayo.
Pura coherencia en tiempos de mercado
En los últimos años, Guímaro ha sido acogido por algunos de los distribuidores más exigentes del mundo –importadores de culto como José Pastor en EE.UU. o Neal Rosenthal en Europa–, pero el estilo no ha cambiado ni un ápice. Lejos de volverse complacientes o complacientes, Pedro y su equipo han profundizado aún más en la búsqueda de la pureza. Han comenzado incluso a embotellar vinos de parcelas experimentales que no llevan nombre comercial, solo coordenadas o referencias internas, como si fueran notas de campo compartidas con el mundo.
Sin reloj, sin prisa, con intención
Una de las anécdotas más comentadas entre los que han visitado la bodega es el hecho de que no hay reloj en el proceso. Las vendimias se deciden andando las viñas, probando las uvas, oliendo el aire. El embotellado llega cuando el vino lo pide, no cuando el mercado lo exige. Es una actitud casi anacrónica, pero profundamente coherente. Como si el tiempo en Guímaro se midiera por la luna y no por el calendario fiscal.
Vinos que no buscan impresionar, sino conmover
Guímaro ha demostrado que no hace falta ruido para hacer historia. Solo hace falta una montaña, unas cepas viejas y una familia que se niegue a dejarse domesticar. El resultado son vinos que no buscan impresionar, sino conmover. Vinos que saben de dónde vienen, y que no tienen ninguna prisa por llegar a ninguna parte. Como el río Sil, que fluye abajo en el valle, lento, silencioso y tenaz.